Hace tiempo que quería escribir esta entrada, de hecho hace tanto tiempo, y han pasado tantas cosas, que no sé ni por dónde empezar.
Si tuviera que retomarlo donde lo dejé, supongo que diría que mi vida transcurría como si estuviera navegando en una balsa sobre un mar en calma, dejándome mecer por las olas y arrullar por la plácida previsibilidad de mi existencia.
De repente, las nubes.
Todo empezó con un "bulto sospechoso" en la frente de mi padre, que resultó ser un carcinoma. Ingreso, operación, y cuando parecía que habíamos superado el bache, las nubes dieron paso a los rayos, los truenos y la tormenta.
El mismo día que le iban a dar el alta sufrió un ictus. De repente se puso rígido, mirándome fijamente; antes de que tuviera tiempo de reaccionar, se inclinó hacia adelante y se estrelló contra el suelo. A consecuencia de la caída, perdió la visión de un ojo. Los pocos días de estancia en el hospital previstos inicialmente se convirtieron en varias semanas. Un par de meses después, tuvieron que ingresarle de nuevo por un neumotórax (el segundo, ya sufrió uno en su hospitalización anterior).
En resumen, en los últimos meses he pasado más tiempo en un hospital que en cualquier otro sitio.
Ahora que las cosas van volviendo poco a poco a la normalidad, puedo echar la vista atrás y analizar lo ocurrido con más claridad y desde la distancia.
Durante las largas horas de espera, mientras fijaba la vista en el monitor que recogía las constantes vitales de mi padre, tan impredecibles como el rastro dejado por una serpiente loca, he tenido mucho tiempo para pensar, pero los pensamientos se agolpaban y enredaban en mi cabeza sin orden ni concierto.
Mi madre falleció hace muchos años, cuando estaba embarazada de mi primer hijo. Si bien un acontecimiento así suele resultar traumático en cualquier momento, supongo que lo fue aún más en una etapa en la que me sentía muy vulnerable. No recuerdo prácticamente nada de los dos meses que transcurrieron entre su muerte y el nacimiento de mi hijo, se han esfumado, deben estar almacenados en un lugar de mi mente al que ahora mismo no tengo acceso. Recuerdo esa punzada de tristeza que me invadía en algunos momentos, la sensación de no poder ser feliz nunca más. Y luego el paso del tiempo, ese tiempo que no lo cura todo pero te ayuda a poner las cosas en perspectiva. Supongo que no lo he superado, pero he aprendido a convivir con su ausencia.
En cambio, mi padre siempre había estado allí. Con sus manías y su mala leche, pero seguía siendo una presencia constante. Hace unos meses, cuando se desencadenó la tormenta, vi a la muerte tan cerca que me di cuenta de lo efímeras que son nuestras vidas.
Ahora que la tormenta se ha alejado y empieza a salir el sol, me doy cuenta de que todas estas sacudidas me han transformado.
La relación que tenía con mi padre ha cambiado de forma casi imperceptible. Las incomprensiones, los rencores y los malentendidos han pasado a un segundo plano, sin necesidad de reconciliaciones ni discursos profundos. Simplemente, ha desaparecido el peso de las palabras que en su día no nos atrevimos a decir.